Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

miércoles, 16 de mayo de 2012


LA REFORMA DEL SISTEMA FINANCIERO:
UNA VISIÓN PANORÁMICA PARA INEXPERTOS (I)


La partida doble. A finales del siglo XV un benemérito fraile franciscano, Luca Pacioli, docto matemático, ideó un nuevo sistema de registro contable que dio nacimiento a la contabilidad moderna: el sistema de partida doble. Como la mayoría de las grandes ideas, a diferencia de las ideas chapuceras que siempre son intrincadísimas, el principio en que se basaba Pacioli era muy sencillo, incluso pueril: no hay deudor sin acreedor ni acreedor sin deudor. Eso, llevado al registro de las operaciones diarias, significa que en la empresa, cuyas operaciones son por esencia onerosas y sinalagmáticas, toda entrada de bienes y derechos lleva aparejada una correlativa salida de bienes o la contracción de una obligación; y viceversa.

Y en el Balance, foto fija de la situación patrimonial de la empresa en un momento determinado, significa que, si ponemos en una columna a la izquierda los bienes y derechos (activo) y en otra a la derecha las obligaciones (pasivo), con sus respectivos valores monetarios, la suma de ambas columnas siempre será idéntica, en virtud de la aplicación del referido principio del franciscano renacentista. En una empresa individual eso conlleva una cierta “ficción”: aunque la empresa es del empresario, habrá ciertos activos (los aportados por él y los beneficios de la empresa) que no tienen una correlativa obligación; por eso, en el sistema de partida doble, se considera que la empresa “debe” al empresario el importe de tales activos. Y, en cierto modo así es, como se pone en evidencia en las modernas sociedades mercantiles, donde los socios son “acreedores” de la sociedad por el importe del neto patrimonial (activo menos obligaciones exigibles por terceros). Que desde el punto de vista jurídico esa “deuda” de la sociedad con el socio no sea líquida, exigible ni de vencimiento cierto, sino realizable para el socio sólo a través de cierto procedimiento jurídico legalmente establecido, a diferencia de las deudas con terceros, no quita que, de acuerdo con su naturaleza económica, constituya un pasivo de la sociedad o empresa. Pero hay que distinguir entre el pasivo exigible y los fondos propios: éstos se cuantifican por diferencia, pues el balance debe quedar cuadrado y ambas columnas, la de la derecha y la de la izquierda, deben sumar lo mismo: los fondos propios son la diferencia entre el activo y el pasivo exigible por terceros (deudas de la sociedad con personas ajenas a la misma). Y esa cifra representa la solidez patrimonial de la empresa, es decir, la garantía que ofrece a sus acreedores de poder cumplir los compromisos y obligaciones que la empresa vaya adquiriendo.

La imagen fiel. El propio principio de la partida doble conlleva que el valor por el que tienen entrada los activos en la contabilidad sea su precio de adquisición; efectivamente, como su contrapartida será el dinero pagado por ellos (que causará baja en el activo) o la obligación de pago contraída (que causará alta en el pasivo) el valor contable de los activos será ese mismo importe, el precio. Sin embargo, entre las muchas finalidades que cumple la contabilidad está no sólo la de que el empresario esté debidamente informado de la marcha y situación de su negocio, sino también informar a los terceros que contratan con la empresa (especialmente los que le conceden crédito) de la solvencia de ésta. Y si los activos fuesen siempre valorados por el precio de adquisición, si su valor se hubiese depreciado en el mercado, los activos estarían sobrevalorados, dando una imagen equivocada de la situación patrimonial; por ello, al final de cada ejercicio, se procede a lo que se denomina dotación de provisiones. Una provisión es una cantidad que figurará en el activo del balance, pero con signo negativo, disminuyendo el valor de un activo cuyo precio histórico de adquisición es inferior a su valor actual de mercado y que, en consecuencia, está sobrevalorado en la contabilidad. No se reduce el valor del propio bien puesto que, mientras no se venda el mismo, la pérdida potencial por la disminución de su valor de mercado, no se hará efectiva: por eso se habilita una partida negativa para reducir su valor contable sin modificar su valor de adquisición. Como quiera que de lo que se trata aquí es de cuantificar la solvencia de una empresa, debe imperar la prudencia y la corrección de valor contable sólo se produce en el caso de pérdida de valor del activo, y no en el caso de que su valor en el mercado sea superior al valor contable.

Hay otra circunstancia que obliga a dotar provisiones para el valor de ciertos activos y que no viene exigida, como ocurría en el caso anterior, por la depreciación de éstos. En los préstamos que ha realizado la empresa o en los créditos concedidos por ésta a terceros, el valor contable es la cantidad exigible al deudor, por lo que no está sujeta a oscilaciones de precio en el mercado, excepto si está incorporado el crédito a un título con cotización en Bolsa. Pero sí que puede haberse desvalorizado el activo (crédito contra tercero) si el deudor presenta síntomas que hacen prever un riesgo probable de insolvencia (morosidad en los pagos, excesivo endeudamiento, disminución rápida de los fondos propios, etc.). También en estos casos debe procederse a dotar una provisión que cubra ese riesgo probable de falencia.

Retengamos estos dos conceptos, porque son decisivos para entender la reforma del sistema financiero: los dos elementos que deterioran fundamentalmente el nivel de los fondos propios de los bancos (y, por tanto, la confianza en su solvencia) son, por un lado, la depreciación de los bienes inmuebles adjudicados por impago de créditos y préstamos y, por otro, el riesgo de impago de muchos de sus créditos y préstamos todavía vivos en sus Balances, la mayoría de ellos procedentes del mercado inmobiliario. Naturalmente, en virtud del principio de partida doble, la dotación de una provisión (minoración de activo) debe tener una contrapartida en el pasivo: una minoración de los fondos propios, de forma que el Balance siempre queda cuadrado.

Por el mar corren las liebres... Los bancos necesitan fondos para, a su vez, poderlos prestar a sus clientes para que éstos puedan realizar sus proyectos de inversión o de consumo, pues ninguna economía moderna puede funcionar sin un fluido mercado de crédito. Y para eso el banco necesita acudir al mercado para obtener esos fondos de las personas que invierten en activos financieros; puede solicitar fondos propios, mediante ampliaciones de capital, o fondos ajenos, endeudándose con terceros. Pero en ambos casos, el éxito de esa captación de fondos va a depender, tanto en términos del volumen colocado como del precio que el mercado va a exigir por invertir en el banco, de la solvencia del banco, es decir, en principio, del volumen de los fondos propios que figuran en el Balance de la entidad bancaria. Pero también, y hay que anticiparlo ya, de la fiabilidad que a los inversores les merezca la información contable facilitada por el banco: es decir, la confianza en que se están usando debidamente los criterios de valoración de los activos del banco. O lo que viene a ser lo mismo: la confianza en que se han dotado adecuadamente las provisiones de cobertura de las depreciaciones de los activos y del riesgo latente de fallido de los créditos en el Balance del banco.

Y ahí tenemos el problema: los inversores, nacionales y extranjeros, no se fían de los Balances de los bancos. Sospechan que los activos, especialmente los bienes inmuebles adquiridos por impago de hipotecas, pero también los créditos concedidos a las empresas constructoras e inmobiliarias, que se sospecha que son de dudoso cobro, están sobrevalorados sobre su valor real de mercado o, lo que es lo mismo, no están adecuadamente provisionados. Esa sospecha no sólo alcanza a los inversores, sino incluso a los propios bancos respecto de las cuentas de los otros bancos, de forma que el mercado interbancario (en el que los bancos se prestan dinero entre ellos) está prácticamente muerto, tanto entre los propios bancos españoles como en relación con los bancos extranjeros respecto de la banca española. La única vía abierta es de carácter político, y el Banco Central Europeo ha venido acudiendo a paliar la ausencia de fuentes de crédito de los bancos españoles.

La solución de Luca Pacioli a este problema no hubiese sido otra que la de dotar bien las provisiones, aplicar bien los principios contables y que las cuentas de las empresas reflejen adecuadamente la situación de solvencia de la empresa. Pero eran otros tiempos, en los que se hacían revoluciones científicas copernicanas, se lanzaban los marinos y comerciantes a “descubrir nuevos soles” y hasta se valoraba el republicanismo cívico en las ciudades de Toscana; en los tiempos postmodernos de los simulacros de Baudrillard, eso ha quedado obsoleto: ¿por qué vivir en la cruda realidad si podemos vivir en un simulacro que hemos creado a nuestro gusto? No hay insolvencia, sino turbulencias en los mercados, movimientos especulativos de tiburones financieros, conspiraciones de las agencias de calificación.

La primera solución (simulacro) implementada para intentar corregir (disfrazar y ocultar) el problema fue el  Real Decreto-ley 2/2012, de 4 de febrero. En relación con la primera de las dos causas de desconfianza en el Balance de los bancos españoles, la excesiva valoración de activos inmobiliarios (o lo que es lo mismo: la deficiente provisión contable de su pérdida de valor), el Gobierno salía por peteneras, renunciando a entrar en el núcleo del asunto, el valor real de dichos inmuebles, recurriendo en la exposición de motivos al subterfugio de “las  incertidumbres extraordinarias que, por falta de mercados suficientemente profundos en volumen e importancia de transacciones, existen sobre la valoración de activos relacionados con suelo para promoción inmobiliaria en España y con las construcciones o promociones inmobiliarias en España de todo tipo de activos, tanto en curso como terminadas”, para renunciar a obligar a los bancos a realizar una tasación independiente de tales activos y estableciendo dicho Real Decreto-ley unos porcentajes a tanto alzado de las provisiones a dotar. En cuanto a la segunda causa, la falta de provisión adecuada por riesgo de impago de créditos vivos en los Balances bancarios de origen inmobiliario, se renunciaba también a una evaluación personalizada e individual de los riesgos, fijándose asimismo unos porcentajes de provisiones a tanto alzado.

No estará de más hacer notar que la provisión por depreciación del valor de inmuebles exigida por el Gobierno sólo afectaba a inmuebles, pero no a posibles sociedades filiales instrumentales que hubiesen creado los bancos para traspasarles los inmuebles, quitándolos de sus Balances; práctica que ya habían iniciado algunos bancos desde bastante antes del Real Decreto-ley. Ciertamente, Luca Pacioli y su principio de partida doble obliga a la enojosa práctica contable de, cuando se traspasan inmuebles a otra sociedad filial, dándolos de baja en el banco matriz, dar a su vez de alta en la contabilidad del banco los activos recibidos a cambio de los inmuebles, que no son otros que las acciones de la sociedad filial; pero el Real Decreto-ley, que obliga a dotar provisión al Banco, con el consiguiente menoscabo de los fondos propios en su Balance, por la depreciación de los inmuebles, no obliga al Banco a dotar provisión en la misma medida para compensar la potencial depreciación de las acciones de la sociedad filial dedicada a recibir los inmuebles. Cierto que si esta sociedad filial dotase provisión por la depreciación de los inmuebles recibidos del Banco matriz, sus fondos propios se resentirían y el Banco debería, a su vez, dotar provisión por la pérdida de valor de las acciones de la filial (conforme al valor teórico contable de los fondos propios de ésta), con lo que estaríamos en las mismas. Pero el caso es que el Real Decreto-ley no obliga en ningún momento a las sociedades filiales a dotar tales provisiones por depreciación del valor de sus inmuebles, con lo que, si no lo hace, el banco matriz tampoco deberá provisionar la pérdida de valor de sus acciones en la sociedad filial instrumental, y aquí no ha pasado nada.


Por otro lado, en cuanto a los riesgos de las deudas de origen inmobiliario, el Real Decreto-ley 2/2012 obligaba a dotar provisión no sólo en lo referente a las calificadas como de dudoso cobro, sino en general para todas las financiaciones para la adquisición de suelo, construcción o promociones inmobiliarias, incluso las no calificadas de dudoso cobro o de riesgo “subestándar” (es decir, por debajo de lo normal), cuantificando la provisión a dotar en un 7% con carácter general. No obstante dejaba fuera de la obligación de dotar provisión por los riesgos de insolvencia de los consumidores particulares.

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