Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

martes, 6 de marzo de 2012

SEXISMO LINGÜÍSTICO

Enlace:
Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer


Recientemente se ha hecho público un comunicado redactado por Ignacio Bosque y suscrito por varios académicos de la lengua que, como era de esperar por el asunto tratado, ha levantado cierto revuelo. Hace tiempo que la filosofía renunció a proponer soluciones; ahora se limita a ayudar a plantear bien los problemas y los conflictos. Y como ése es el caso en este asunto, que los conflictos se plantean mal, tal vez un enfoque filosófico, por elevación, pueda ayudar a que la razón pública no naufrague en este asunto, camino al que parece encaminada de forma casi irremisible.

El enfoque adecuado de esta cuestión del sexismo en la lengua creo que requiere percatarse, antes que nada, de que los discursos que se presentan en conflicto no responden a un mismo “género de discurso”, sino a géneros diferentes, lo que hace imposible, de raíz, un acuerdo y nos lleva a resignarnos a que estaremos indefinidamente condenados a la discrepancia (siguiendo la terminología de Lyotard). Los académicos se mueven en un discurso de orden descriptivo; los movimientos sociales feministas, en un discurso de orden normativo. Así, es imposible que ambos discursos lleguen a “encontrarse”; se intercambiarán voces y palabras, pero no será posible un diálogo fructífero.

Es cierto que los académicos parecen decirnos cómo tenemos que usar el lenguaje. Pero eso no puede engañarnos respecto a que sus prescripciones están basadas en las reglas de uso del idioma; y estas reglas ni están bien ni están mal, son las que hay. Hablamos bien si seguimos los usos lingüísticos, y hablamos mal si los infringimos, pero no podemos juzgar normativamente tales usos, sino sólo las aplicaciones concretas de los mismos. Sin embargo los portavoces del feminismo lingüístico sí que nos quieren decir que esos usos están mal, y por ello quieren removerlos invocando unos valores superiores supralingüísticos; a saber: la igualdad de trato sin discriminación por razón de sexo.

Por eso cometen dos errores los académicos en la parte inicial del comunicado. El primero de ellos es de orden dialógico: por un lado reclaman para sí la competencia para decidir en el asunto (invocando su cualidad de profesionales de la lengua, cualidad que niegan a la parte contraria), para, a continuación, apresurarse a hacer una manifestación de reconocimiento de una situación social de discriminación de la mujer. A partir de ahí, ya han echado a perder gran parte del debate. En efecto, si su competencia en la cuestión se basa exclusivamente en una competencia lingüística, ¿no están los académicos invadiendo los campos de otros profesionales (sociólogos, juristas, políticos) al hacer esas afirmaciones? ¿No están los académicos incurriendo en el mismo vicio que achacan a quienes ellos mismos critican, incumpliendo el viejo tópico de “zapatero a tus zapatos”? ¿Tienen alguna autoridad para predicar (en tanto académicos de la lengua, se entiende) sobre el problema de la discriminación de la mujer? Ciertamente no, o al menos no más que la que pueden tener sus criticados en el área de la lingüística. Y ese desliz, cometido con toda la buena fe del mundo, y sin duda atemorizados por el “estado de opinión” políticamente correcto que tan bien maneja el feminismo sociopolítico, arrastra el debate precisamente al nivel de éste, y deja en la “invisibilidad” (para utilizar en su contra la expresión preferida del feminismo en este asunto) la problemática estrictamente lingüística. Porque si realmente, como quieren los académicos, se trata de una cuestión técnica lingüística, ¿a qué viene hacer esta profesión de fe sobre la justicia social?

El segundo error, relacionado con el anterior, es pretender extraer de unas premisas sociopolíticas una conclusión lingüística. Acusan al feminismo de sacar de unas premisas verdaderas una conclusión falsa. Pero las premisas son todas de orden sociopolítico y la conclusión también lo es; no puede pretenderse, como hacen los académicos, que demos un salto y, desde unas premisas sociopolíticas extraigamos no una conclusión sociopolítica, sino lingüística.

Desde el punto de vista de la filosofía del lenguaje y de la argumentación, vemos que el debate, planteado en esos términos, no tiene recorrido alguno, y naufragará en un remolino de exabruptos, reproches e incluso (según el carácter irascible de algún interlocutor) insultos recíprocos. Utilizando la terminología de Wittgenstein, ambos bandos están jugando “juegos de lenguaje” diferentes. ¿Podríamos intentar un acercamiento? ¿Podríamos reproducir el debate, ahora dentro de un mismo juego de lenguaje? Personalmente lo veo difícil, casi imposible.

Para empezar, nos enfrentamos a un primer escollo, el de las relaciones semánticas que cada bando ve entre dos términos: sexo y género. Hace ya años que Lázaro Carreter en uno de sus “dardos en la palabra” denunció el uso de la palabra “género” con un significado ajeno a nuestra lengua e importado del inglés; se empezaba entonces a hablar de “violencia de género” o “discriminación de género” para designar la violencia o la discriminación “por razón de sexo”. Pues en castellano “género” tiene un sentido gramatical (masculino, femenino y neutro) mientras que “sexo” tiene un sentido biológico (varón y hembra). Propiciada por la creciente colonización del castellano por la lengua inglesa, se ha venido introduciendo una equiparación semántica de género y sexo que antes no existía; si bien, obviamente, el género gramatical era un trasunto del sexo biológico en la inmensa mayoría de sus aplicaciones, lo que ciertamente facilitaba el equívoco. Es curioso que un uso espurio de la equiparación de género y sexo en castellano haya acabado dando origen a la exigencia, por los mismos que introdujeron el equívoco, de un cambio de usos lingüísticos que si han acabado adquiriendo un contenido semántico discriminatorio ha sido principalmente debido a la generalización del equívoco introducido por ellos mismos.

El filósofo inglés del siglo XVII John Locke ya observó que en la realidad sólo existen individuos, pero que necesitábamos sustantivos que agrupasen a los individuos, pues si hubiera que utilizar una palabra propia para designar cualquier cosa individual (cada gato, cada mesa, cada árbol) la cantidad de palabras sería inmanejable. Locke, sin embargo, se limitaba ingenuamente a constatar que el nombre de esas agrupaciones de individuos se hace por la sociedad de forma difusa en el trato social continuo, sin darse cuenta de que también esa denominación de las cosas puede ser una poderosa herramienta de dominación social. Para empezar, la agrupación de individuos en un colectivo para recibir un mismo nombre, no es siempre natural; de hecho la extensión de esas denominaciones es frecuentemente variable: podemos hablar de “los indios” o podemos hablar de “los apaches”, “los comanches”, “los sioux”, etc. Y tanto la selección de los rasgos clasificatorios con fines semánticos como el nombre utilizado no siempre estarán exentos de orígenes y consecuencias valorativas: no es lo mismo hablar de “los catalanes” para referirse a los nacidos en el territorio de Cataluña que para referirse a los habitantes censados en el territorio de Cataluña; o no es lo mismo hablar de “mis empleados” que del “personal de mi empresa”, aunque los individuos agrupados sí sean exactamente los mismos.

Eso nos lleva a considerar que en la lengua no es sólo cuestión de entenderse, de saber perfectamente la “extensión” de los términos usados (el número de elementos que forman parte del conjunto que etiquetamos con el nombre), sino que también los nombres tienen una “intensión”, que puede indicar qué elementos queremos, en un futuro potencial, que se incluyan en el conjunto; incluso puede haber términos que etiqueten conjuntos vacíos, con la esperanza o la previsión de que pueda no ser tan vacío en el futuro.

Cuando hablamos no sólo trasladamos a nuestro interlocutor un contenido semántico extensional, no sólo informamos al otro de que nos referimos a tal conjunto exhaustivo de elementos que él sabrá identificar. También, en numerosísimas ocasiones, queremos despertar en él un sentimiento no puramente cognoscitivo, sino de carácter visceral y emocional. Si alguien dice: “eres un sudaca”, aunque entiendo perfectamente la extensión de la palabra “sudaca”, también sé que intenta menospreciar. Pero el problema es aún más complicado, pues bien puede suceder que el proferente de una frase tenga una intención que quede frustrada por inadvertencia del receptor o, viceversa, que alguien se ofenda sin que el que se dirigió a él lo hubiera pretendido en ningún momento. La comunicación es un proceso sutil y complejo: necesita un cierto grado de abstracción y economía de medios para poder ser operativo y cumplir sus fines; pero esa economía también conlleva siempre una pérdida de información o un riesgo de incomprensión mutua que deben ser evitados. De ahí que, como decía Locke, es el uso en sociedad el que va perfilando el idioma: aunque éste es de todos, nadie es su dueño. Pero la intrínseca naturaleza cambiante del propio idioma adaptándose a nuevas circunstancias y necesidades comunicativas no excluye, sino que más bien propicia, que siempre haya quien intenta manipular el lenguaje en su propio beneficio, si es que no lo intentamos hacer todos de una u otra forma y en la medida de las posibilidades de cada cual. Se trata de un juego político, de una pretensión de dominio de la polis mediante el dominio de la herramienta de deliberación, y los políticos profesionales son especialmente agudos en ese juego de deslizamientos semánticos al servicio de sus intereses.

Por eso el debate entre académicos y feministas (y hay que observar que yo mismo al usar estas denominaciones estoy haciendo valoraciones no neutrales) no tiene sentido. El académico alega que, según las normas vigentes (las prácticas actuales del idioma), el uso de sustantivos de género masculino de forma genérica, englobando tanto a varones como a hembras, es perfectamente correcto; y aún más: que es una técnica de economía lingüística conveniente para la mayor eficacia comunicativa de nuestro idioma y que, ordinariamente, no conlleva intención alguna de invisibilizar a los miembros femeninos del conjunto. Por tanto, no debería propugnarse la extensión de la práctica de referirse a un colectivo cuyos elementos son sexualmente diferentes mediante la mención expresa de ambos en los dos géneros gramaticales.

¿Hasta dónde debe llevarse esa práctica recomendada por los académicos? Porque es evidente que ciertas interlocutoras del sexo femenino pueden sentirse ofendidas, por entender que están siendo ninguneadas o invisibilizadas por ello. ¿Hasta qué punto debe quebrar una regla gramatical admitida y claramente eficiente por esa sensación de ofensa? Porque es evidente que no podemos estar continuamente mirando cómo usamos el idioma pensando en que se puede estar ofendiendo a un interlocutor excesivamente susceptible o tiquismiquis. Y la cosa puede ser aún peor: ¿deberíamos plegarnos a los deseos de alguien que pretende manipular los usos lingüísticos al servicio de su propio interés, sea éste de orden privado o, como será más frecuente, de carácter público o político?

En este nivel, por tanto, el asunto desborda de forma patente el ámbito gramatical y eso es lo que no han sabido ver los académicos que han suscrito el comunicado. Se trata de un campo de lucha política en el terreno de la lengua. Es evidente que los distintos organismos e instituciones (Comunidades Autónomas, Universidades, etc.) en cuyo seno se han elaborado los diferentes manuales de usos lingüísticos antisexistas a los que hace alusión el comunicado de los académicos no pueden tener, en ningún caso, por usar el masculino genérico en sus comunicados oficiales, intención ni de ofender ni de invisibilizar a nadie. Si alguien se ofende por ese uso lingüístico parece, por tanto, que sería su problema y no es razonable que esa autopretendida ofensa dé lugar a que aquellas instituciones tengan que redactar de forma tan rebuscada e ineficaz desde el punto de vista comunicativo como se pretende en las guías antisexistas.

El problema, vuelvo a repetir, es político; nadie se siente ofendido porque la Constitución diga que la Nación española es “patria común e indivisible de todos los españoles”, ni nadie en sus cabales piensa que, por eso, España es la patria sólo de los varones españoles, pero no de las mujeres, y la Constitución arroja a una mujer de Cáceres a la condición de apátrida. Por tanto, si queremos entender el problema, habrá que buscar qué interés real, social, político o económico, buscan los que propugnan la proliferación y aplicación de estas guías lingüísticas presuntamente antisexistas.

Para ello creo que resulta esclarecedor acudir a la idea acuñada por Tzvetan Todorov de “estatuto de víctima”. La víctima, si es aceptada como tal víctima, tiene reconocido en nuestra sociedad un estatuto privilegiado debido al sentimiento de culpa del resto de la sociedad; ese sentimiento es comprensible y posiblemente justificado en la reparación que la víctima merece en justicia por el daño sufrido. Pero la cosa se empieza a hacer opaca cuando el estatuto de víctima no es reclamado por quien realmente ha sufrido la ofensa del verdugo, sino por alguien que no habiendo sido nunca víctima, pertenece a una colectividad mayoritaria o ampliamente compuesta por víctimas. Es la posición social ideal: disfrutar de todos los beneficios de la víctima sin serlo ni haberlo sido nunca.

Pero una víctima real puede identificar a su verdugo e identificar la ofensa y el daño: fue Fulano o Mengano el que me hizo tal o cual agravio. Sería el caso de la mujer que puede decir con motivo suficiente para ello: con tal o cual frase tal o cual persona me invisibilizó como mujer, me vejó por razón de mi condición sexual. Claro que la cosa cambia cuando la persona que quiere disfrutar de los beneficios de la condición de víctima, no lo ha sido nunca (o no más que cualquier persona de condición diferente en un mundo y un trato social donde siempre caben y abundan las relaciones de dominio y vejación por cuestiones de la más diversa índole). Entonces la sedicente víctima necesita un verdugo para hacer visible su condición de tal; y como ese verdugo no existe como individuo concreto, como referencia física en el mundo, aquélla acude a generalizar el estatuto de verdugo, a buscar un verdugo genérico, colectivo. Y para eso necesita crearlo, para hacerlo “visualizable” lingüísticamente, ya que no puede visualizarlo por ostensión, señalando: “aquél me vejó, ése de ahí fue mi verdugo”.


La posición que han adoptado las que vengo llamando feministas del lenguaje es ciertamente, un ejemplo de ese estatuto de víctima reclamado por quien nunca lo ha sido. Toda la sociedad se ha convertido en su verdugo sencillamente porque cuando uno se dirige a un grupo para que se acerque dice “venid todos” (y omite decir también “todas”). Y el círculo perfecto se cierra cuando si, reprendido por la feminista lingüística, el proferente protesta: “lo digo porque es una práctica lingüística; no he querido excluir a las mujeres”, se le responde: “claro es que eres un verdugo inconsciente; tienes tan metida en la cabeza tu condición de verdugo que ni te das cuenta de que me estás ofendiendo a mí, la víctima”. En esa trampa han caído los académicos y por eso incurren en el error que destaqué al principio: se apresuran a ponerse la venda antes que la herida haciendo un reconocimiento (que no les compete en absoluto) de la situación de víctima oprimida que tiene la mujer en la sociedad; pero al hacerlo así ya no pueden escapar de la red en que han sido atrapados. Evidentemente no se puede discutir que hay muchas mujeres que son víctimas; pero no todas. Y la diferencia es clara: que estas víctimas reales pueden señalar a su verdugo sin necesidad de buscar un verdugo genérico en la sociedad, en un uso idomático, cosa que sí tienen que buscar quienes, sin ser ni haber sido nunca víctimas, quieren gozar de dicho estatuto porque les confiere ciertas ventajas competitivas de orden social, político o económico. Es decir, en su propio provecho.

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