Dice nuestro diccionario que “verdad” es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Extraña definición, pues parece más bien, contra lo que asegura el diccionario, que sería el concepto que formamos en la mente lo que debería tender a conformarse con las cosas y no al revés.

Pero, quizá inadvertidamente, nuestro diccionario ha dado en la diana, pues la actividad intelectual del hombre en la práctica parece dirigirse más a acomodar las cosas a lo que piensa que a lo inverso.

Pues ¿qué son “las cosas”? No lo sabemos, sólo conocemos nuestra propia imagen de ellas, y no las cosas mismas. Pero, entonces, ¿no estaríamos siempre en posesión de la verdad, pues la imagen que tenemos de las cosas necesariamente coincidirá consigo misma?

Sin embargo no es así, porque nuestra imagen de las cosas no es un icono estático, sino una representación continuamente móvil, en continua revisión inducida por el perpetuo contraste entre nuestra propia conciencia y la imagen mediada socialmente que se nos enfrenta. La mentira no es, por consiguiente, sino una imagen inauténtica, impropia, ajena, inducida en nosotros mediante la imposición o el engaño. Y para depurar la mentira sólo contamos con el recurso a eso que llamamos razón.

Cada vez que se introduce en nuestra mente una mentira, hay un naufragio de la razón. Y muchos viven del expolio de los restos de esos naufragios. Sólo una crítica rigurosa de los discursos podrá mantenernos a flote.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Carta abierta al Rector de la UNED

El rector de la UNED, que es Catedrático de Economía Aplicada (Economía Política y Hacienda Pública) en dicha Universidad,  ha publicado en su blog esta comunicación pública:


http://blogrector.blogspot.com/2011/09/la-estabilidad-presupuestaria.html


He intentado contestar a las opiniones del rector en dicho blog, pero no he sido capaz por problemas informáticos, así que utilizo éste para replicar a lo que se dice en esa comunicación.


Estimado Rector, es de agradecer que comparta en esta nuestra comunidad académica sus reflexiones sobre la actualidad no académica de nuestro país, preocupante pero fascinante precisamente por la relevancia de los sucesos en los que nos vemos envueltos y que obligan a tomar decisiones que, en mi opinión, van a marcar decisivamente el futuro inmediato de España, por lo que hay que tomarse estas cosas muy en serio.

Comparto plenamente su opinión sobre la inanidad de la reforma constitucional. Efectivamente, ya hay unos límites establecidos dentro de la Unión y, por otro lado, se trata de un asunto que, en caso de incumplimiento por el Gobierno difícilmente accederá al Tribunal Constitucional (por no ser un asunto susceptible de recurso de amparo) y, en caso de que se presente un recurso de inconstitucionalidad, el Tribunal se pronunciará con el retardo habitual, de forma que, cuando se disponga de Sentencia, el presupuesto impugnado estará ya liquidado y hasta aprobada la Cuenta General del Estado. Por otro lado, el Presupuesto no es sino una estimación de ingresos y un límite de gasto para el Estado; desde tal punto de vista, lo importante será el déficit real (es decir, la diferencia entre gastos e ingresos) no una mera previsión anticipativa, sin carácter vinculante (salvo en el límite de gasto) y perfectamente revisable sobre la marcha, por ejemplo, si una bajada de la actividad económica provoca una reducción de la recaudación impositiva no prevista al elaborar los Presupuestos.

Visto lo cual, no es extraño que los “mercados” se hayan mostrado insensibles a tan esplendoroso brindis al Sol. Y eso me lleva a una primera discrepancia con su exposición, señor Rector. Y es que me sorprende que confunda usted los “mercados” con personas; si las cosas no han cambiado mucho desde que yo estudié economía, allá por los años 80, el mercado es sólo un mecanismo institucional de intercambio de bienes, pero no hay mercados-personas o mercados-agentes económicos. Si no estoy equivocado, entonces, es un error llamar “mercados” a los que no son sino oferentes y demandantes en el mercado; en este caso, en el mercado de capitales. Creo, por tanto, que a quien al parecer se pretende calmar es a los oferentes de capital en los mercados internacionales, con quienes estamos muy disgustados porque el precio al que ofrecen sus capitales al Estado español parece que no es el que a los españoles nos gustaría. Eso tiene que ver con el volumen de déficit, pero también con la credibilidad de los gobernantes en los mercados de capitales y con los aspectos estructurales económicos del país en cuestión, que garantiza en mayor o menor medida, en la apreciación de los inversores, la capacidad para devolver las cantidades recibidas a préstamo. En mi opinión, la misma escenificación de una negociación a “tres” bandas (el principal partido de la oposición, el Gobierno y el partido del Gobierno, representado no por su Secretario General, que es, a su vez, el Presidente del Gobierno, sino por un relevante antiguo miembro del Gobierno de los tiempos en que se gestó la “bola” actual de déficit) resultaba poco seria. Y si esa escenificación, que es la parte más fácil de ejecutar, ha resultado tan cómica, es difícil pensar que los inversores confíen en nuestra capacidad de devolver los capitales prestados dada la previsible perpetuación de déficits crecientes en una economía con un 20% de paro y con enormes deficiencias estructurales en ámbitos tan relevantes como la política educativa, el marco jurídico de las relaciones laborales o la ineficiente estructura de administraciones públicas manirrotas y redundantes.

Desde luego, tiene usted razón cuando dice que “para luchar contra el déficit la más eficaz medida es impulsar el crecimiento”. Pero ¿es necesario el déficit para impulsar el crecimiento? Porque si es así estamos en un círculo vicioso: para combatir el déficit necesitamos crecer y para crecer necesitamos déficit. Y si es cierto que el gasto público (en infraestructuras, siempre que sean útiles: no más AVEs y aeropuertos absurdos, por favor) puede impulsar el crecimiento, no lo es menos que la detracción de fondos del mercado de capitales por el sector público para financiarlo, cada vez más abundante, acaba expulsando del crédito a la empresa privada, fenómeno que creo que es evidente en España en la actualidad.

Dice usted también que “ la única forma de calmar a los mercados es domeñarlos, es ir por delante de ellos y no a rastras”. Pero para eso, o se somete el mercado a dictados autoritarios y se manda en él manu militari (pero ¿podemos llamar a eso mercado? No lo sé, pero, desde luego, en tales condiciones difícilmente el mercado asignará eficientemente los recursos) o se comparece en el mercado con una posición fuerte, no de absoluta precariedad. Y, ciertamente, sólo un déficit reducido y unas necesidades de financiación pública moderadas permiten actuar en el mercado con posibilidad de éxito. Sólo el ciudadano solvente puede acudir a varias entidades financieras y pedir ofertas de préstamos para elegir la más favorable; el menesteroso sólo puede acudir a esas oscuras entidades crediticias que rozan la usura.

Finalmente, tengo que discrepar también de sus propuestas para “frenar la especulación galopante”. Lo que usted llama “operaciones financieras sin sustrato real” son instrumentos imprescindibles para el funcionamiento actual de los mercados, pues amplían las posibilidades de transacciones sobre títulos y, en consecuencia, amplían enormemente la liquidez de los valores. Está en la esencia del mercado de valores la ampliación de las posibilidades de entrada y salida en dicho mercado. La especulación bursátil (y naturalmente la referente a deuda pública) es esencial para que los mercados financieros cumplan con su función de convertir capitales a corto en capitales a largo. Y no es casualidad que las economías más desarrolladas sean también las que disponen de instrumentos financieros más sofisticados y más abundantes. Si se prohíbe la realización de operaciones sobre deuda pública española que sí se pueden hacer sobre deuda alemana o estadounidense, el “diferencial” de la deuda pública española no creo que se reduzca, sino todo lo contrario.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La razón instrumental

Hay ciertas expresiones hechas que, a fuerza de repetitivas, llegan a ser asumidas acríticamente en nuestro uso argumentativo ordinario; parece que todos sabemos su significado exacto y, además, que estamos totalmente de acuerdo con éste. Es el caso de la expresión “razón instrumental”, que ha tomado carta de naturaleza en los discursos filosóficos como blanco predilecto de los dardos dirigidos contra un mundo tecnificado y materialista que estaría acabando (si no lo ha hecho ya) con todos los valores espirituales y elevados de nuestra civilización.

Pero no hay nada menos filosófico que recibir acríticamente cualquier idea, así que creo que no estará de más hacer una pequeña incursión por el concepto de “razón instrumental” y analizar lo justificado o no de su recurrente uso en los discursos sedicentemente filosóficos. El origen de la expresión, al menos en su uso actual, parece proceder de la obra de Max Horkheimer Crítica de la razón instrumental (1967), en la que se refiere al mundo tecnológico-industrial del siglo XX con sus secuelas de masificación y consumo dirigido por intereses comerciales que acaba cosificando al propio hombre-consumidor. Este cuadro de Roy Lichstentein (1968, colección Guggenheim) ilustra muy bien el concepto.


Pero la expresión “razón instrumental” ha venido siendo utilizada en un sentido sesgado respecto de lo que era el pensamiento original dentro del cual apareció. Horkheimer, y en general toda la Escuela de Fráncfort, lo que criticaba era el adjetivo “instrumental”, no la “razón”; en particular, la deriva de la discusión racional sobre fines hacia una discusión sobre medios instrumentales que, en el marco de la que él mismo denominó “dialéctica de la Ilustración”, ha acabado por ocultar la discusión principal sobre fines.

Pero las trampas semánticas siempre están al acecho y a disposición de discursos poco escrupulosos, lo que ha propiciado que pueda haberse trasladado el significado de lo “instrumental” al de lo “racional”; traslado tanto más fácil por cuanto que, al fin y al cabo, “razón” viene del latín ratio, que significa “proporción”, como también tiene ese significado el griego logos, que designa la “razón” en este idioma. De ahí que, dado lo absoluto de los fines y, sin embargo, la exigencia de proporcionalidad no en tales fines, sino precisamente en los medios, herramientas o instrumentos precisos para alcanzar aquéllos, se ha podido fácilmente identificar por algunos “razón instrumental” con “razón” a secas sin excesiva violencia en las connotaciones semánticas de los hablantes.

De ahí que, como respuesta al mundo moderno técnico instrumental, se haya podido levantar un edifico irracionalista como sedicente solución a todos los males de la sociedad contemporánea. Todo el mundo tiene derecho a ver cumplidos sus sueños, por absurdos que éstos sean, sin hacer lo que sería instrumentalmente necesario para conseguirlos.

En su excelente estudio sobre el nacimiento de la política, Finley explica que el ciudadano ateniense, cuando votaba en la Asamblea y, por ejemplo, decidía declarar la guerra a Esparta, sabía que eso significaba que iba a tener que coger su lanza y su escudo de hoplita e ir ÉL mismo a la batalla, poniendo en peligro su propia vida. En los modernos Parlamentos, unos votan entrar en guerra, pero eso significa que OTROS tendrán que ir al combate. Ese es uno de los grandes engaños demagógicos en que ha derivado la dialéctica de la Ilustración (y utilizo la expresión de Horkheimer y Adorno para dirigirla a otro aspecto de patología social diferente del contemplado por ellos en su momento): sin duda el principio rousseauniano de la “voluntad general” imponiéndose al individuo llevaba en sí, además de inmensas promesas de racionalidad y felicidad para la humanidad, esta perniciosa desvinculación medios-fines en la imaginación política de los ciudadanos que ha acabado degradando en que unos reciben lo que no ponen ni han puesto nunca, pues lo tienen que poner otros. A todos les parece bien el Estado del bienestar, pero todos parecen olvidar que no hay bienestar posible sin esfuerzo, pues ¿quién nos va a facilitar ese bienestar? Nietzsche, en “Así habló Zaratustra”, acude a una poderosa imagen (como casi todas las suyas), que se ha asentado en el imaginario de un irracionalismo de salón, para reflejar el paso del homo faber al homo ludens: la transformación del hombre que empieza siendo camello, llevando pesados fardos, y, tras pasar por ser león, acaba convertido en un niño juguetón. ¡Quién no prefiere ser niño, pasarse el día jugando, a ser camello y llevar por el ardiente desierto cargas pesadas sin apenas comer y beber! Pero para que el niño juegue el día 6 de enero, los camellos han tenido que hacer el largo recorrido desde Oriente cargando con los juguetes.

Si ponemos en su justo término el significado de la “razón instrumental”, es decir, la adecuación de los medios a los fines (y no la sustitución en nuestro horizonte vital de los fines por lo que son meros medios), no sólo no hay nada de criticable en el uso de esa razón instrumental; antes bien, se nos presenta como imprescindible. Porque, efectivamente, si no hacemos uso de la razón instrumental no utilizaremos los medios de forma proporcional (racional) con los fines y los recursos disponibles. Y o bien nos quedaremos cortos en el uso de los medios, con el consiguiente despilfarro de recursos, pues no alcanzaremos los fines dada la inadecuación, por insuficientes, de los medios empleados; o bien nos pasaremos en el uso de los medios, utilizando más de los racionalmente necesarios, derrochando recursos. Y el despilfarro de los medios hoy (en un mundo de recursos escasos) conlleva imposibilidad de cumplir nuestros sueños de mañana.


Algo de eso hay, en nuestro mundo de niños sin camellos, en la crisis del Estado del bienestar. La irracionalidad instrumental en la atención de los fines sociales ha dado lugar al despilfarro de unos recursos escasos; hemos agotado, por ejemplo, un recurso como el crédito, abusando del mismo irracionalmente sin darnos cuenta de que se agotaba. Hoy nuestro crédito, por escaso, se ha encarecido; y ya no podremos cumplir los fines de mañana. Nuestros viejos juguetes se han roto y ya no tenemos camellos que nos traigan otros nuevos.